¿Se acuerdan de aquel tiempo tan lejano,
de aquella luz que de Moscú venía,
cuando Stalin, que nunca se dormía,
cuidaba, humilde, el porvenir humano?¿De tanta discusión árida y trunca,
pan venenoso de aquel tiempo ido,
puñal para el amigo más querido,
discordia cruel que no terminó nunca?¿De aquel Stalin tan noble y tan heroico,
“padre de pueblos”, “luz del siglo XX”,
que al final resultó ser solamente
“un sádico vulgar y paranoico”?¿De aquel hombre de “gran sabiduría,
manos de obrero y traje de soldado”
que en órdenes secretas prescribía
“la tortura de cada desdichado”?¿Recuerdan los “engaños” tan arteros
de la prensa burguesa occidental,
mientras Stalin “cuidaba” a los obreros
con sus bellos “bigotes de cristal”?Culpable para el hombre más honesto,
asesinado Bujarin moría,
pero mandó una carta que decía:
“José, José, ¿por qué me hiciste esto?”Lo preguntó, pero de todos modos
lo daba Nicolás por descontado;
varios años atrás había gritado:
“¡Es Gengis Khan! ¡Nos va a matar a todos!”Y en la Historia oficial, ya fusilado,
“Bujarin” se escribía con minúscula:
ningún traidor merece la mayúscula
con que se escribe todo nombre honrado.Muchos, muchos compraron su boleto
para “el tren de la Historia”, hacia Utopía,
y llegaron a un topos donde había
sólo la muerte, en sórdido secreto.Poetas y filósofos cantaban
al “hombre nuevo” del Jardín florido,
y ante un cambio en la línea del Partido
a otro sueño fugaz se abandonaban.¿Se acuerdan del Zdanof el asesino,
inquisidor con un disfraz de artista,
a quien un hombre puro y cristalino
apodaba “brillante dogmatista”?Y cuando con cincuenta megatones
la bomba en Rusia se mostró de veras,
escribió que “cincuenta primaveras
hizo estallar la URSS en sus regiones”.Yo conocí a un poeta muy sensible
que se mudó a la calle Rokososky,
y ese hombre tan cálido y querible
cantó al asesinato de León Trotsky.Y aquel francés, un pensador intenso,
que confesó en un texto muy prolijo:
“Si los rusos me tratan como a un hijo,
¿cómo quieren que diga lo que pienso?”Mi amigo althusseriano era otra cosa:
vestía con dialéctica destreza
un traje Mao, confección francesa
con botoncitos chinos, negro y rosa.¡Qué prisiones aquéllas! ¡Cuánta vida,
cuánta ilusión que terminó en escoria,
cuánta frivolidad sobre una herida
más honda que la noche y que la historia!
Thomas Moro Simpson, ‘Veinte años después: ¡qué tiempos aquellos!’ in Dios, el mamboretá y la mosca, Madrid, 1993, pp. 59-61