—Ya te dije, no me banqué la máquina. Algo tenía que decir; si no, me reventaban.
—Eso sí lo entiendo; la máquina no se la banca nadie. Pero ésta no es la cuestión. O uno se la aguanta y no canta, o si no se la banca, delata a los verdaderos responsables. ¿Pero en qué cabeza cabe traer a personas que no tienen nada que ver, para tapar a tu gente? ¡Es una turrada!
El Tano despliega todo su arsenal ideológico para justificar su táctica dilatoria. Su conducta había estado destinada a minimizar el daño. Los verdaderos implicados hubieran sufrido, seguramente, tormentos más severos que quienes no estaban comprometidos en actividades políticas de envergadura. Además, como ya se había comprobado en Atila, los perejiles eran rápidamente liberados. En ese aspecto, las predicciones del Tano habían sido certeras. Y a pesar de que todavía quedaba un perejil adentro, un caso aislado no bastaba para cuestionar la racionalidad de su táctica. Probablemente, su selectividad delatoria había logrado generar el menor sufrimiento posible, aun contando el daño que me había ocasionado.
Existía, no obstante, un aspecto problemático en ese cálculo. El precio de la táctica del Tano había sido pagado por inocentes y no por quienes, por propia voluntad, habían decidido correr el riesgo de ser capturados y torturados.
Durante unos instantes, desaparezco de la conversación, sumido en esos ejercicios de matemática moral. El Tano lo percibe y trata de aprovecharlo. Sorpresivamente, me extiende su mano derecha a modo de reconciliación, para zanjar nuestras diferencias. Mis sensaciones son ambiguas. No siento rencor hacia él. Más bien, vivencio rabia y frustración ante mi cautiverio. Y, por raro que parezca, el razonamiento del Tano me provoca dudas. ¿Era, en verdad, tan canallesco someter a inocentes a un daño menor, para salvar a los verdaderos responsables de una muerte segura?
Claudio Tamburrini, Pase libre: Crónica de una fuga, Buenos Aires, 2002, pp. 92-93