Un poco más tarde, cuando el trago de café que quedaba en el fondo de la taza estaba ya frío, Leto alzó la vista de las hojas mecanografiadas, y apoyando la nuca en el respaldo del sillón y contemplando el cielorraso, se puso a pensar en el hombre que tenía que matar. Esa atención al objeto que era el blanco de todos sus actos desde hacía varios meses duró poco, porque sus asociaciones lo fueron llevando, lentamente, a pensar en la muerte en general. El primer pensamiento fue que, por más que acribillara a balazos a ese hombre, como pensaba hacerlo, nunca lograría sacarlo por completo del mundo. El hombre merecía la muerte: era un dirigente sindical que había traicionado a su clase y al que el grupo al que Leto pertenecía hacía responsable de varios asesinatos. Pero, pensaba Leto como si hubiese ido sacando sus ideas del vacío grisáceo que se extendía entre la lámpara y el cielorraso, matarlo era sacarlo de la acción inmediata, no de la realidad.
Juan José Saer, ‘Amigos’ in La mayor, Buenos Aires, 1976