Las primeras tres cuadras las recorrí a toda velocidad. Después fui aminorando la marcha. A la quinta o sexta cuadra, andaba lo más tranquilo. La ciudad era un cementerio, y salvo las luces débiles de las esquinas, el resto estaba enterrado en la oscuridad. Cuando me puse a cruzar una esquina en diagonal, bajo la luz que dejaba ver las masas blanquecinas de la llovizna suspendidas en el aire, vi venir una figura humana en mi dirección. Fue emergiendo lentamente de la oscuridad, y al principio apareció borrosa por la llovizna, pero después fue haciéndose más nítida. Era un hombre joven, vestido con un impermeable que me resultó familiar. Era igual al mío. Venía tan derecho hacia mí que nos detuvimos a medio metro de distancia. Exactamente bajo el foco de la esquina. Traté de no mirarle la cara, porque me pareció saber de antemano de quién se trataba. Por fin alcé la cabeza y clavé la mirada en su rostro. Vi mi propio rostro. Era tan idéntico a mí que dudé de estar yo mismo allí, frente a él, rodeando con mi carne y mis huesos el resplandor débil de la mirada que estaba clavando en él. Nunca nuestros círculos se habían mezclado tanto, y comprendí que no había temor de que él estuviese viviendo una vida que a mí me estaba prohibida, una vida más rica y más elevada. Cualquiera hubiese sido su círculo, el espacio a él destinado a través del cual su conciencia pasaba como una luz errabunda y titilante, no difería tanto del mío como para impedirle llegar a un punto en el cual no podía alzar a la llovizna de mayo más que una cara empavorecida, llena de esas cicatrices tempranas que dejan las primeras heridas de la comprensión y la extrañeza.
Juan José Saer, Cicatrices, Buenos Aires, 1969, pp. 93-94