Aquella noche en Salón Canning, mientras el DJ insistía con Fresedo y no pasaba ni un tema de Pugliese, don Samuel, ochenta años cumplidos, no perdonaba un solo tango. Con su traje marrón y el inamovible, informe sombrero del mismo color, invitaba a cuanta rubia lo superase ampliamente en altura. En otra ocasión yo lo había invitado a una copa y, sin aludir a su escasa estatura, le pregunté por esa predilección; creo que observé algo así como que no les tenía miedo a las escandinavas. Me respondió con la sonrisa generosa de quien transmite su experiencia de la vida a la generación siguiente.
–Pibe, no hay nada como tener la cabeza empotrada entre un par de buenas tetas.
Edgardo Cozarinsky, Milongas, Buenos Aires, 2007, p. 16