A nadie se le puede aconsejar que compre libros. Los que los particulares adquieren, después de leídos, forman parte de un mueble de lujo que se llama Biblioteca. Este es un sepulcro familiar. Casi siempre pasa a otra generación como un legado de familia. Muy cultos serían los vecinos de una pequeña ciudad, si diez o cincuenta de ellos tuviesen el mismo libro, cuya lectura serviría acaso para una decena de sus allegados. Es éste un sistema antieconómico y estéril. Las Bibliotecas Populares remedian el mal de la limitada circulación de los libros y de su estagnación en estantes. Una aldea, una villa, una ciudad, se convierte por aquella institución en un individuo que posee o puede poseer todos los libros; en una familia dueña de un depósito de conocimientos. Un ejemplar, acaso tres o cuatro, satisfacen la curiosidad de todos sucesivamente, proveyendo de novedades todos los días a los más curiosos o adelantados, y reservando para los rezagados el mismo nutrimiento que ya sirvió, sin deterioro, a los que le precedieron.
Domingo Faustino Sarmiento, Carta a Hachette y Cía., in Páginas selectas de Sarmiento sobre bibliotecas populares, Buenos Aires, 1939, p. 131