En 1988—siendo ya titular de Sociología—la Audiencia de Palma me condenó a dos años y un día de reclusión, al considerarme culpable de narcotráfico. La pena pedida por el fiscal—seis años—se redujo a un tercio, pues a juicio de la Sala el delito se hallaba «en grado de tentativa imposible». Efectivamente, quienes ofrecían vender y quienes ofrecían comprar—por medio de tres usuarios interpuestos (uno de ellos yo mismo)—eran funcionarios de policía o peones suyos. Apenas una semana después de este fallo, la Audiencia de Córdoba apreciaba en el mismo supuesto un caso de delito provocado, donde procede anular cualesquiera cargos, con una interpretación que andando el tiempo llegó a convertirse en jurisprudencia de nuestro país.
Receloso de lo que pudiera acabar sucediendo con el recurso al Supremo—en un litigio donde cierto ciudadano alegaba haber sido chantajeado por la autoridad en estupefacientes, mientras ella le acusaba de ser un opulento narco, que oculta su imperio criminal tras la pantalla del estudioso—preferí cumplir la condena sin demora. Como aclaró entonces un magistrado del propio Supremo, el asunto lo envenenaba el hecho de ser yo un portavoz del reformismo en la materia, notorio ya desde 1983. Dado el caso, absolver sin condiciones incriminaba de alguna manera al incriminador, y abría camino para exigir una escandalosa reparación.
Tras algunas averiguaciones, descubrí que en el penal de Cuenca—gracias a su comprensivo director—me concedían las tres cosas necesarias para aprovechar una estancia semejante: interruptor de luz dentro de la celda, un arcaico PC y aislamiento. Durante aquellas vacaciones humildes, aunque pagadas, se redactaron cuatro quintas partes de esta obra.
Antonio Escohotado, Historia general de las drogas, Madrid, 1998, pp. 9–10